Garabatos, Despedidas

Ruego por las sonrisas. Por chocar el puño, las miradas de gato y otra más. Los planes de semana y las jornadas de coincidir. Los mordiscos en el brazo y el sabor a whisky.

Ruego por los abrazos cerca del agua. Por los que no nos dimos y por los que negamos. Y por los que nos quedamos con ganas de pedir.

Ruego por aquella botella que nunca bebimos. Por los aplazamientos y la terraza de frambuesa. Por la Rouge.

Ruego por por los malentendidos, las disputas y los vaivenes. Por no hablarnos dos días y chocarnos al siguiente. Porque al menos era algo.

Ruego por los enfados. Los gritos y pisarnos. Por el orgullo y el egoísmo. Incluso por tus últimas palabras, porque al menos, esa vez, me las dijiste.

Ahora solo queda el dolor, el miedo, la rabia, el asco y la soledad.

Y además es imposible

Y crees que estás tranquilo. Los días pasan, el tiempo corre, eres diferente. Cambias siendo el mismo y eres el mismo a pesar del cambio. Y entonces, un día crees que hueles su champú. Puede haber sido cualquiera. Puede haber sido tu subconsciente queriéndote jugar una mala pasada. Pero ahí está: sea como sea ahí está: ya es irremediable, ya no hay tratamiento o cura posible para lo que va a ocurrir: recuerdas que la quieres. Recuerdas su ordinario pelo castaño, sus ojos negros que, sin clavarse como espadas, te penetraban hasta lo más recóndito de tu existencia. Sus labios. Esos labios siempre rojos, siempre cercanos pero demasiado alejados de los tuyos. Su estúpido lunar encima de ellos. ¿Y recuerdas su nariz? Que perfectamente imperfecta era. Que imperfecta perfección.

Entonces la frustración es intensa en ti. Y te acuerdas de tus lamentos. De cuando lo dejaste por ella. De cuando había algo más importante que hacer pero el móvil te avisaba de que las prioridades habían cambiado. De cuando no pensabas en nada más bonito que en su propia voz. De cuando la querías.

Sus chistes nunca tuvieron gracia. Te reías de su acento sureño y tras ello, la mirabas con todo el amor que eras posible de mostrar. Y tu sabías que ella no era para ti. O más bien tu no eras para ella. Tu querías creer y ella pareció creer, hasta que la creencia se tornó falacia. Y a ti te dio igual, seguiste creyendo. Y creíste en vano. No había más futuro que la oscuridad. Te diste cuenta de que eras una linterna en un mundo sin pilas. Por supuesto continuaste. La dignidad es algo que no entra en tus prioridades, pues la quieres y estás convencido de que, a pesar de todo, la convencerás. Spoiler: no.

Y las recuerdas a ellas, a todas ellas. A las que quisiste y a las que no. A las que te quisieron y las que no. Y entiendes que ha pasado. Piensas en el pasado y lo recuerdas tal cual era. Y repasas esos momentos buscando los primeros signos de que algo va mal pero, sorpresa, no los encuentras: porque no acaba lo que nunca empezó.

Y sufriste. Lloraste. Te preguntaste que más podías hacer. En el fondo, sabías que la respuesta era nada. No era tu culpa, tal vez incluso llegaste a admitir que tampoco la suya, pero necesitabas que ella fuera la culpable. Que ella fuera la que jugó contigo, la que envió señales equívocas, la que te dijo si pero no. Y entonces sigues haciendo memoria, y te das cuenta: nunca te dio esperanzas. Nunca te dijo que te quería. Nunca te pidió que te quedaras. Nunca caminó a tu lado pensando más en ti que en ella. Nunca sintió lo mismo que tu, y nunca quiso hacerlo. Y la realidad llegó como los lunes: la culpa de lo pasado fue tuya.

Aspiras. Expiras. Aspiras. Expiras. Asumes. Ya has puesto demasiada culpa en otros. Ya has llorado suficiente. Te preparas a dar un paso, no importa el tiempo que tardes en darlo. Puedes estar parado segundos, minutos, horas, días, semanas, meses. Años. No importa, tu intención es avanzar aunque no puedas. Quieres dar el paso, estás preparado, pero el tiempo no ha llegado.

Ya no habláis. Tenéis asuntos pendientes, pero ninguno que haga que tengáis que veros. Lo pospones porque no quieres verla. A ella le da igual, pero a ti te duele. Te duele ver su extraordinario pelo castaño, sus ojos negros que se te clavan como espadas de la manera más superficial imaginable. Sus labios. Esos labios siempre rojos, siempre lejanos pero demasiado cercanos de los tuyos. Su espléndido lunar encima de ellos. Incluso recuerdas su nariz. Que imperfectamente perfecta era. Que perfecta imperfección.

Y pasan años. No muchos, pero años. El tiempo justo para recordar las cervezas que antes querías olvidar. El necesario para pensar que lo que antes era asqueroso ahora es tierno, aquello que te habías obligado a odiar acaba convirtiéndose en una sonrisa al venir a la mente. En el fondo, nunca dejarás de quererla, una parte de ti siempre estará con ella. Sabes que no será al revés, pero ya te da igual, ya lo has entendido.

Y escribes.

Meteoritos en Hawaii

La multitud corría huyendo de lo que no conocía, los edificios caían a mi alrededor como si el hombre hubiera fallado en sus cálculos, como si la humanidad se hubiera equivocado. Intentaba mantener la calma pero no podía verte, no estabas en ningún sitio. Policía y Ejército intentaban contener la masacre, pero no había nada que hacer: solo se salvarían unos pocos.

Los cuerpos mutilados de los que habían sido alcanzados por Los Visitantes cada vez eran más numerosos. No quería mirarlos, pero tenía que hacerlo, tenía que asegurarme de que tú no estuvieras ahí. A mi alrededor la gente seguía escapando, corriendo con todas sus fuerzas. Algunos me pedían ayuda, otros me apartaban a golpes, pero yo no sentía dolor, no notaba nada: solo quería encontrarte.

Y entonces golpeé algo con mi pie derecho: era una de tus zapatillas, esas que te gustaba decorar cuando no tenías nada mejor que hacer. Sin ser capaz de moverme recorrí una línea recta con la mirada poco a poco: y te vi. Estabas en el suelo, inerte: inerte y destrozada. Las numerosas pisadas de los pobres que intentaban salvar su vida habían mutilado aún más si cabe tu cuerpo, ese que hacía menos de 10 minutos tenía a mi lado. La sangre recorría tu pelo llenando tu castaña melena de unos tintes tan naturales como vomitivos. El fuego acordonaba naturalmente la zona en la que estabas tan muerta y fría como todos esos cobardes, el mismo fuego que ardía en mi interior, el mismo fuego que se iba apagando según bajaba la mirada y contemplaba asqueado tu cuerpo. Tu brazo derecho había quedado machacado por el impacto, ni siquiera se podía diferenciar la carne de los huesos. Y cerré los ojos para siempre.

Me di la vuelta con la mirada vacía. Ya no podía sentir nada, ni lo sentiría más. Una niña de pelo rubio y vestido de flores se acercó a mi pidiendo auxilio, llorando por su madre. La lancé al suelo, quería destrozarlo todo. No sentía placer alguno golpeando el rostro de aquél pequeño ángel, pero tampoco me dolía. Ni siquiera pensaba en nada coherente, solo quería destrozar. Cuando mi puños estaban llenos de sangre y ella ya no podía llorar más me levanté y seguí mi camino: nadie saldría de allí si yo podía evitarlo, nadie iría a ningún sitio si de mi dependía: nadie quedaría para contemplar las cenizas de lo que una vez fuiste.

– Al final no pudiste salvarme, pero no por ello tenías que destruir el mundo.

– No quería un mundo sin ti.

Super 8

Ahora que camino sin rumbo fijo, me doy cuenta de lo que he sido para ti. No hay palabras para describir lo que tú has significado en mi vida. Te quise, te quiero y te querré, pero el amor es cosa de dos, y tú no estás enamorada. No de mi, al menos. Tú estás enamorada del amor, de su idea. Tú no me necesitas, no a mi en particular.

Ahora que camino sin rumbo fijo, me doy cuenta de lo que he sido para ti. Quizá siempre lo supe y no quería verlo. ¿Para que hacerlo? Yo era feliz, disfrutaba. Y tú también lo eras. O eso parecía, eso quería creer.

Ahora que camino sin rumbo fijo, me doy cuenta de lo que he sido para ti. Cada paso que doy supone dejar atrás la mejor etapa de mi vida. Pero también la peor. Apareciste de repente para revolverlo todo, y yo quería vivir en ese desorden mientras fuera contigo. Pero tú no. A ti te valía cualquiera, tú querías al amor, no a mi.

Ahora que camino sin rumbo fijo, me doy cuenta de lo que he sido para ti. No me voy porque quiera, ni siquiera lo hago porque no pudiéramos llegar a ningún sitio: lo hago por mi. Porque yo seguiré enamorado de ti, y tú seguirás enamorada del amor, y no se si podré soportar vivir sabiendo que cualquiera vale. Quizá algún día te habrías cansado y decidieras volver a lo conocido, a lo que una vez creíste que te hizo feliz. Me he adelantado a ese día.

Ahora que he detenido mis pasos, tengo ganas de volver. Pero si miro atrás me convertiré en sal, y quizá mi cuerpo pueda soportar la amargura de la estancia en parado infinita, pero mi corazón seguirá latiendo, el si querrá seguir avanzando, y no puedo oponerme a el: no quiere parar el tiempo, quiere que siempre siga: lento, firme, inexorable, duro y frío. Pero necesario.

Ahora que he detenido mis pasos, tengo ganas de volver. Aún tengo una esperanza. Una pequeña, minúscula y efímera esperanza: quizá algún día recuerdes que estuve a tu lado. Quizá algún día te acuerdes de mi y me busques: pero yo ya no estaré ahí para ti. Quizá no lo esté para nadie.

Ahora que todo acaba, me alegro de haberte conocido.

Corrientes circulares en el tiempo

Sentía su mirada clavada en mi nuca. Sentía sus lágrimas cayendo por su rostro como si estuvieran en el mío propio. Me ardían el pecho y la cabeza, pero no pude darme la vuelta. Mi mirada seguía clavada en el lado opuesto a ella, mientras mi espalda era toda la expresividad que podía ofrecer.

Pasó un minuto. Y otro. Y otro. Quizá la eternidad. Ninguno de los dos hizo ningún movimiento. Pensábamos que si todo seguía parado no tendríamos que decirnos adiós, pero era inevitable. Y además es imposible.

La gente pasaba sin detenerse. Algún curioso miraba la escena sin prestar mucha atención: solo era una chica llorando. Pero era la chica llorando. Estaba a 2 centímetros de mi. 2 centímetros y el abismo, el mismo que siempre se interpuso entre nosotros.

Cada detalle sigue grabado a fuego en mi interior, el mismo que me ardía, el mismo que me sigue quemando cada día. Y sin embargo, no logro recordar que pensaba. Quizá solo me intentaba controlar, quizá solo quería no abrazarla y decirla que todo estaría bien, pero no lo puedo saber, mi memoria ha borrado es fragmento de ella misma. Lo que no ha podido borrar es su presencia.

Y aún hoy me parece sentir su mirada. Y sus ganas de hablar, sus labios temblando y sus piernas queriendo caer. Aún hoy me parece sentir la rigidez de mis músculos y la nulidad de mi voluntad.

Y aún hoy quiero volver.

 

 

Solo por esta vez

– Solo por esta vez.

Las palabras llegaron a mi desde lejos, muy lejos. Como si vinieran desde otro plano u otra dimensión, una en la cual no existían barreras entre nosotros. Siempre he sido alguien con una gran capacidad de asimilación, pero debía tener cara de tonto, porque ella sonrió y continuó hablando.

– Hoy te dejaré ser, y seremos. No habrá muros ni barreras, no habrá fronteras ni limitaciones. El 29 de febrero será el día en el cual, por una vez, fuimos.

Demasiado simbólica, pensé. Me costaba seguir el hilo de lo que me quería decir, aunque ella parecía tenerlo bastante claro, y a juzgar por su cara de incredulidad, debía pensar que yo lo iba a captar a la primera. Y realmente no era algo difícil de entender, pero cuando te dan una noticia así, el golpe es tan fuerte como si te despertaran dando golpes a una olla colocada sobre tu cabeza. El silencio se prolongó durante unos segundos más. A mi no me molestaba: el silencio, si es con la persona adecuada, puede ser el más bello de los sonidos. Pero a Laura nunca le gustó, se sentía vacía. Supongo que por eso siempre le gustó vivir en la ciudad.

– Creo que te quiero entender, pero ahora mismo mi cabeza vibra como la campana de la iglesia.

Me cogió de la mano y, acercándose un poco más a mi, me hablo despacio y en voz baja.

– Siempre quisiste que fuéramos. Siempre anhelaste que la distancia que nos separa se fundiera como la nieve con la llegada de la primavera. Quisiste que fuéramos una canción de Los Piratas, pero al final siempre nos parecimos más a Los Planetas, y tú acababas siendo el protagonista de todas las historias tristes. Hoy podremos ser Los Piratas. Y Love of Lesbian. Y Supersubmarina. Y no seré como Cenicienta, no tendré que marcharme a las 12: también te concedo la noche.

Dolor. Martilleo. Velocidad. Es en todo lo que podía pensar. Mi cabeza iba a bordo de una montaña rusa, de esas que tienen tres o cuatro «loopings» seguidos y te dejan anonadado. Mientras tanto, mi cuerpo seguía allí, en aquella habitación dónde era 29 de febrero y el tiempo estaba corriendo en mi contra: porque el 29 de febrero no dura para siempre. Estaba aterrado.

– ¿Y qué haremos cuando el día termine? ¿Qué haré yo cuando te marches y ya no sea nunca más 29 de febrero?

Laura bajó la cabeza y esbozó una sonrisa de las que te congelan el alma y el corazón. Ella sabía lo que yo iba a decir, y tenía su respuesta preparada. Quién sabe cuánto tiempo estuvo meditando decidirse a decirme todo esto.

– Entonces dejará de ser 29 de febrero, y dejaremos de ser. Vega y Altair solo pueden verse una vez al año, y todos se ponen muy contentos cuando eso ocurre. Y ellos seguro que también. Es solo una vez, pero disfrutan del tiempo juntos, disfrutan de la noche en la que al fin vuelven a poder mostrarse su amor. Nosotros tendremos el 29 de febrero.

Ella siempre era así. Recurría a historias lejanas traídas de otros países para justificar un argumento que de otro modo sería egoísta y áspero. Pero lo hacía muy bien. Tenía algo atrayente, y no solo para mi. Era como si al mirarla de lejos, su campo gravitatorio se centrara en uno y lo absorbiera poco a poco, hasta tenerlo al lado y dando vueltas a su alrededor como un carrusel abandonado que nadie quiere ya. Yo era ese carrusel y ella la niña que de repente recordó lo bien que lo pasaba jugando con el.

Hablé, aunque no tenía mucho que decir. No había mucho que yo pudiera aportar.

– Entonces… ¿29 de febrero?

Ella volvió a sonreír. Acercó su cara a la mía y me dio un fugaz beso en los labios. Si yo no tenía el suficiente miedo, ella se aseguró de que así fuera. Laura habló por última vez, o al menos es lo último que yo recuerdo.

– Así es, tenemos el 29 de febrero. Y cuando dentro de 4 años vuelva a ser 29 de febrero, recordaremos como desde que pudimos ser, no hemos desperdiciado ni uno sólo de nuestros días.

 

Y yo me encontraba en medio de ninguna parte llamando a Midori

Quería volver, pero no sabía donde estaba, hacía tiempo que no. Miré alrededor y no pude ver nada que me resultara familiar. Los pasos de la gente con prisa, las furtivas charlas de grupos o parejas que no podía escuchar: no sentía nada de eso como algo que perteneciera  a mi mundo. Solo quería estar con Midori, y eso era todo lo que me importaba, pero no supe responder a su pregunta.

– ¿Dónde estás Toru?

De nuevo la misma pregunta, y de nuevo no podía ofrecer una respuesta. A lo lejos podía ver una silueta larga, pero el sol me deslumbraba a través de la cristalera y no podía adivinar que era. Un nuevo vistazo de reconocimiento a la zona me aclaró que me encontraba dentro de un gran edificio. Al fondo podía ver varios mostradores, cada uno con su trabajador correspondiente, bien atendiendo a los que buscaban ayuda o bien esperando hacerlo. A la derecha y a la izquierda solo había asientos, algunos de ellos ocupados por desconocidos que parecían saber dónde estaban. ¿Dónde estaban? El lugar no parecía diferente al mío, pero yo los sentía a la misma distancia a la que pude sentir a Naoko años atrás. Al fin pude articular alguna palabra para que Midori no creyera que me había marchado de nuevo.

– No lo sé. ¿Tú dónde estás?

Era lo único que se me ocurrió en ese momento. Seguía sin saber dónde estaba exactamente, y saber dónde se encontraba ella no iba a solucionar las cosas, pero podía ganar algo de tiempo para pensar. Eché unas pocas monedas más a la cabina para que la comunicación no se cortara y volví a echar un vistazo a través del cristal. Unos paneles electrónicos con distintos nombres y números se hallaban allá a lo lejos, desde dónde yo recordaba haber visto la cabina.  La voz de Midori me hizo volver a prestar atención al motivo de estar parado en medio de ninguna parte.

– Estoy saliendo del trabajo, voy para casa. ¿Tú dónde estás?

Tercera vez que Midori me hacía la misma pregunta. Forcé mi maltrecha memoria para poder responder y poner fin a las dudas, no quería que hubiera nunca más. Recordaba nubes y recordaba el mar, y aún así tenía la sensación de que olvidaba algo que no hacía mucho había venido de nuevo a mi cabeza. Eso me hizo remontarme al avión, y al hecho de que acababa de pisar tierra otra vez. Seguía en medio de ninguna parte, y ninguna parte es cualquier sitio donde no estuviera Midori.

– Voy hacia allí. ¿Me esperarás?

Los segundos que pasaron a esta pregunta fueron de los más largos de mi vida. Volví a recordarlo todo de nuevo, y la cabeza empezó a dolerme tanto que parecía que iba a estallar. Cerré los ojos esperando una respuesta del otro lado del teléfono, y todo lo que obtuve fue un frío silencio que se asemejaba al que sentí en aquél prado hace viente años. Una voz queda, distante y temblorosa me reclamaba del otro lado del auricular.

– Todavía tengo una silla en el rincón de la sala de estar.

No existe nada peor que el olvido

A ti, por no saber comportarme. Por no darte tiempo y esperar a que algo cayera y arreglara la situación en lugar de dar un paso al frente. A ti, por las dudas.

A ti, por no saber ver que querías marcharte. Por no tomarte en serio, por no intentar quererte más, por tratarte como una simple amiga, como una más.

A ti, por negarte dos veces. Por herirte y repetir el error, por darme cuenta demasiado tarde de lo que era evidente.

A ti, por no tomar en serio tus sentimientos. Por caer en el «que dirán» y despreciar lo que pudo ser y nunca ocurrió. A ti, por quererte tarde y mal.

A ti, por callar. Por poder tener y pasar, por querer y tardar demasiado, por no decirte lo que debí expresar.

A ti, por llegar siempre tarde. Por quererte a destiempo y abandonarte sin motivo. A ti, porque te quise más que a nadie.

A ti, por las idas y venidas. Por la toxicidad mutua, por intentar ir muy deprisa, por creernos adolescentes cuando ya no lo éramos.

A vosotras, lo siento.

A vosotras, os quise.

A vosotras, os quiero.

Ya no podíamos ir a Berlín

Cuando te conocí sonaba una canción de La Casa Azul. Eramos inocentes, felices y desconocidos, pero yo ya estaba como un fan. Solo queríamos jugar y pasarlo superguay en la fiesta universal. Entonces fuimos creciendo e iniciamos la revolución sexual.

Y se vino la tormenta de arena. Nos creíamos invencibles, nosotros teníamos razón. Solo quisimos escapar de lo que nos hacía daño, solo quisimos correr a cualquier otra parte y perdernos en nuestros paraísos artificiales.

Y de repente Izal. Sólo podía pensar: «qué bien» por lo nuestro. Cada noche había magia y efectos especiales, e incluso te creíste mujer cuando te pusiste aquel vestido verde. Hasta que llegó la despedida cuando marchaste a Copacabana.

Luego te fuiste a Dënver. No te entendía, pero no podía parar de escucharte. No te quería, pero no podía parar de hacerlo. Eras un bucle adolescente, un vampiro, las fuerzas en medio de una fiesta.

Parece que fue ayer y fue hoy cuando quisimos bailar en la cornisa del piso 23, cuando buscamos noches reversibles, cuando imploramos por universos infinitos, cuando quisimos renacer: pero ya no podíamos ir a Berlín. Activaste el modo avión mientras yo solo podía mirar las luces de neón desde el lugar donde solíamos gritar. Desde allí pensé en si lo nuestro fue una historia universal, en si lo correcto fue dejar correr el aire y decirnos adiós.

Y al final fuimos Los Planetas. Aún hoy me sigo preguntando si hubo un buen día. Y tras pasar una semana en el motor de un autobús sigo pensando que no se como te atreves.

Conseguiste tu viaje de fin de soltera, pero no fue nuestro final perfecto.

Ojalá fuera ayer

El suelo se mostró mojado durante un instante. Parecía que estaba empezando a llover. Que irónico panorama para tan cruel situación: ella se había ido.

Con las manos en los bolsillos sigo caminando sin un rumbo fijo. Mi mente viaja de un instante a otro buscando que pudo salir mal, cuál fue el momento que lo cambió todo.

Recuerdo las vacaciones en Noruega. No hablamos mucho durante esa semana, ella no estaba muy contenta porque quería ir a Grecia, pero a mi me gustaba el aire del norte y al final se impuso mi decisión sobre la suya. Siguió igual durante varias semanas después de volver. No pude disfrutar de Larvik ni de Oslo, ni de su vida bajo las luces de la ciudad, pero al menos estaba lejos y a solas con ella, que era lo que quería. Quizá Noruega no era tan importante.

En Navidad siempre teníamos bronca. Ella quería ir a casa de sus padres, y yo prefería ir a visitar a los míos. Al final siempre se imponía ella y a mi no me hacía ninguna gracia. Las fiestas siempre fueron un problema para mi por esto, quizá esa fuera la razón de que no le cayera bien a su padre. Y ella siempre le defendía.

Nunca me gustaron sus amigos. Siempre se quejaba de ellos, y cuando daba mi opinión los acababa defendiendo. Yo siempre parecía el malo, el que hacía las cosas de un modo diferente a como debería, aunque era ella la que se quejaba. Nunca me gustó su forma de pensar.

No estoy cansado pero tengo que sentarme. Sigo dando vueltas a días e instantes, a semanas y momentos, a meses y situaciones que puedan arrojarme luz sobre que falló, que nos hizo tan diferentes al final.

Nuestro segundo aniversario fue un desastre. Pedí el día libre en el trabajo y preparé una cena de tres platos para que pudiéramos tener un momento de paz los dos solos. Todo iba bien, nos estábamos riendo y ya llevábamos un par de copas de vino, pero el salmón con nueces no fue una buena idea: era alérgica. Empecé a pensar que no sabía nada sobre ella, y quizá fuera verdad.

Hace un par de semanas fue su cumpleaños. Ni siquiera se me ocurrió hacer nada especial. Llevaba un tiempo viéndola con aire preocupado, incluso algo triste, pero preferí callarme, era más cómodo. «Ya se le pasará», pensé. Siempre dejaba todo para el futuro, pero ahora no hay ninguno, no para nosotros.

El suelo sigue salpicándose por momentos. No está chispeando, no está lloviendo. Estoy llorando.